Esta es una breve historia de navegación que viví este año, en junio, mientras llevaba un velero de 20 pies desde Buenos Aires hasta Rosario, en solitario.
Debido a una serie de inconvenientes e imprevistos llevaba ya tres días a bordo del velero, y apenas estaba zarpando de Zárate, puerto al que había arribado el domingo por la tarde. Eran los primeros días de frío intenso del mes de junio.
Pensaba zarpar de Zárate y llegar el mismo día a San Pedro, pero el frío me hizo cambiar de planes mientras remontaba el caudaloso Paraná rumbo hacia Baradero.
Viendo cómo se aproximaba un enorme frente de nubes negras decidí que sería lo mejor, y unas siete horas después de zarpar de Zárate, cortando camino por el río Baradero, arribaba a la ciudad del mismo nombre, la más antigua de la provincia de Buenos Aires.
Una vez amarrado en el pequeño club de náutica y pesca de Baradero, fui a presentarme a la secretaría para solicitar una amarra de cortesía.
Tenía las manos rígidas por las horas de navegación bajo ese frío terrible.
Volví al barco, acomodé las cosas, lo cerré y salí a comprar combustible para continuar el viaje al día siguiente.
Amablemente la gente del club llamó a un remis para que pudiera llevarme a una estación de servicio, luego de lo cual fui a aprovisionarme de víveres para regresar al club.
Horas más tarde, después de la caída del sol, salí nuevamente pero caminando hasta el centro de la ciudad, para cenar bien y disponerme a descansar y dormir.
En una pizzería del centro, donde cené, el cocinero al asomarse (yo era el único cliente en ese momento) me reconoció:
- Vos venías hoy en un velero y estás en "la pluma" (le dicen la pluma al club porque principalmente son lanchas las que zarpan desde allí, que levantan y bajan con una pluma).
Le dije que sí y comenzamos a hablar.
Me dijo que cuando yo estaba llegando al club, él y su familia estaban paseando en su lancha y se sorprendieron al ver un velero impulsado por un motor fuera de borda de apenas 5 caballos.
Después de cenar y finalizando la charla, José, el cocinero y dueño de la pizzería, me ofreció llevarme en auto hasta el club.
Le dije que prefería caminar para calentar el cuerpo, ya que apenas eran unas doce cuadras.
Me dijo que le pidiera cualquier cosa que necesitara, y nos despedimos.
Llegué al barco, y me dispuse a dormir.
Al día siguiente debía navegar unas seis horas para llegar a San Pedro, y quería hacerlo lo más temprano posible, al amanecer.
Al despertarme fui al baño del club y a buscar agua caliente, ya que entre las cosas que no tenía el barco hasta ese momento, una era la garrafa para calentar agua o cocinar.
Cuando salí del barco había una espesa niebla que apenas dejaba ver unos metros.
Volví al barco con los termos de agua caliente y me dispuse a esperar que la niebla se disipara.
Media hora después la visibilidad había mejorado mucho, y zarpé.
Al retirar la carpa del barco noté la escarcha que se había acumulado en la noche. Sabía que me esperaban horas de mucho frío pero no tenía más opciones que zarpar y arribar a San Pedro cuanto antes.
Ya en el río Baradero, el día parecía mejorar, el sol subiendo lentamente alcanzaba a calentar mis manos, y habiendo poco viento tenía la esperanza de que la travesía del día fuera más benévola.
Una hora después de zarpar, y a unos doce kilómetros de la ciudad, lejos de todo, donde sólo se ven las islas despobladas y donde sólo se escucha el sonido de los pájaros, vi que desde el horizonte, a mi babor y a proa, se formaba nuevamente un banco de niebla.
Pensé que pasaría rápidamente y continué navegando, reduciendo un poco la marcha para evitar una varadura.
A los pocos minutos la niebla me envolvía y lo único que podía ver era hasta un poco antes de la proa del barco, no más que eso.
Pensé en fondear pero para eso debía dejar el timón unos segundos y temía lo peor: vararme.
Rápidamente abrí el tambucho de popa para sacar el fondeo, y en ese mismo instante escuché el clásico sonido de la varadura. Un sonido seco seguido de la desaceleración del barco, algo que todos los navegantes tratamos de evitar por todos los medios. Pensaba que si me quedaba allí, en caso de que la niebla durara horas, sería muy duro ya que el agua caliente se había terminado y con ese frío se iba a hacer difícil, sumado a que quizás alguna lancha de pescadores podía estar navegando y no me vería.
Sin dudar, puse el motor en reversa para salir de la varadura, aunque sin saber hacia dónde virar, ya que no se veía nada en absoluto.
Salí de la varadura y no me quedaba más remedio que seguir navegando, ahora a una velocidad mínima y siguiendo la intuición para acertar el canal del río Baradero, que en este tramo es muy angosto.
Así, a ciegas, seguí navegando hasta que la niebla comenzó a disiparse lentamente, permitiéndome ver un poco más allá de la proa, y poco después ya estaba claro.
Una vez que se fue la niebla pude seguir aguas arriba hasta que horas después estaba arribando a San Pedro, donde pude quitarme el frío acumulado con un buen baño caliente.
Pero en San Pedro me esperaban dos días de un fuerte viento que me obligó a quedarme, mientras esperaba que llegara para acompañarme en el tramo siguiente el dueño del barco, que vendría desde Santa Fe para embarcarse hasta Ramallo.
Cuando llegó el dueño, trajo una garrafa y el viaje pudo seguir con un poco más de comodidad, y la posibilidad de calentar el barco antes de dormir.
Después de San Pedro, la siguiente escala fue Ramallo, luego Villa Constitución, y finalmente arribé a Rosario la noche del sábado, ocho días después de haber zarpado de Buenos Aires.
Así comenzaba el banco de niebla. Momentos después no se veía nada.