ABONO
La fertilidad de un terreno es inagotable cuando es administrado según las sabias leyes de la naturaleza. Un prado, un
bosque incultos, jamás se esterilizan, porque la mano inhábil del hombre no ha entrado a perturbar la armonía de
estas leyes. Florestas tan antiguas como la tierra, reverdecen, fructifican y se reproducen incesantemente, sin que el
suelo pierda un ápice de su virtud primitiva, porque le vuelven día por día, en [ pág. ]sus hojas, en sus bayas, en su
propia disolución, en los excrementos y cadáveres de los insectos, aves y brutos que nutren, toda la sustancia que
reciben de sus fecundas entrañas, y lo enriquecen con nuevos principios minerales que absorben de la atmósfera.
Las sabanas, las pampas, las llanuras donde se suceden sin intermisión las generaciones de las yerbas que sirven de
sustento a las aves y demás animales silvestres, restituyen también en sus despojos a la madre común lo que
recibieron de su seno exuberante. Y se fertiliza más y más el terreno cuando se hallan reunidas las condiciones más
favorables para la fertilidad, a saber, la humedad, una tierra apropiada y un temperamento elevado. Entonces, como
El Tempe Argentino: 36 4
acontece en el delta, la vegetación apenas se halla limitada por el espacio; los despojos de las generaciones que
mueren, las raíces, troncos, ramas, vienen a constituir un terreno donde se desarrolla la simiente con redoblado vigor.
Empero, ¿qué hace el hombre? ¿Imita acaso a la naturaleza que debió siempre ser su guía y su maestra? Retira del
suelo todas sus producciones, por una larga serie de años, sin dejarle ni aun la paja, sin darle siquiera los desechos de
las riquezas que recibe. Empobrecido el terreno de sus principios constitutivos en el desarrollo de los vegetales,
mengua la fertilidad de los campos, y disminuyen las cosechas al grado de no compensar el trabajo del labrador.
Entre otros mil, tenemos un reciente ejemplo en la Virginia, región en otro tiempo tan fértil, y que no puede producir
hoy día el tabaco ni los cereales.
Cuando el mal está hecho, el remedio es muy [ pág. ]difícil, pues consiste en restablecer el equilibrio perdido,
restituyendo los principios minerales extraídos de la tierra que la atmósfera no puede proporcionar; y esto no se logra
sino con el auxilio de abonos importados, y otros medios, siempre costosos.
Lo mejor es evitar el mal, adoptando un sistema de cultivo que conserve el equilibrio, a imitación de la naturaleza.
A juzgar por la abundancia y feracidad de los depósitos de tierra vegetal en el delta, y por analogía con otros países
que se encuentran en condiciones análogas, la fertilidad de su terreno no sufrirá disminución alguna, mientras las
crecientes continúen depositando sobre él el cieno que acarrean, por muy poco que coopere el hombre de su parte
para suministrar al suelo los principios que han de ser sustraídos por las cosechas.
Se sabe que en Egipto, país pobre en maderas, el estiércol de los ganados forma la principal parte de sus
combustibles, y sus cenizas es el único abono que reciben los terrenos del valle del Nilo, que hasta el presente no han
perdido nada de su celebrada fertilidad.
El sistema de los barbechos es en general inadmisible, y en nuestro caso enteramente inútil, porque la tierra no se
cansa sino porque ha perdido los principios minerales absorbidos por las plantas, y se sabe con la certeza posible,
que ni el aire ni las lluvias pueden dárselos.
Sucede, sí, que ciertas tierras adquieren por una disgregación, debida a la acción de la atmósfera y del tiempo,
algunos principios necesarios, por ejemplo, para la producción del trigo, pero [ pág. ]no es menester para eso dejarlas
en barbecho, pues que pueden, entre tanto, sembrarse plantas tuberculosas sin que se menoscabe ni perturbe su
fertilización para los cereales. Pero esa disgregación no puede tener lugar en el terreno pulverulento del delta, donde
ya nada hay que dividir.
El medio más eficaz y económico para obtener siempre abundantes cosechas sin esquilmar jamás la tierra, es la
adopción de un buen sistema de rotación y de abonos.
En cuanto a la rotación de las sementeras, nada diré por la estrechez del espacio, pero hablaré algo a cerca del abono
de las tierras, porque creo necesario llamar la atención de nuestros cultivadores sobre este punto.
La química ha demostrado que en las materias fecales sólidas y líquidas del hombre y de todos los animales, y en los
huesos y en la sangre de los que consumimos, se encuentran todos los principios que fueron extraídos del suelo en
forma de semillas, frutos y forrajes, por consiguiente depende de nosotros restaurar, con poco trabajo, las pérdidas en
la composición de nuestras tierras; para lo cual basta recoger con cuidado todas esas materias y abonar con ellas el
terreno. Haciendo constantemente esta operación, como lo practica la naturaleza, no habrá ningún desperdicio y la
tarea será insignificante.
Los habitantes del delta, por ningún motivo deben arrojar al río los troncos, la ramazón ni las malezas del desmonte
y de la roza, ni los residuos, huesos, ni basuras de ninguna clase. Los animales muertos deben ser enterrados sin [ pág.
]demora, con el doble objeto de estercolar la tierra e impedir los miasmas de su putrefacción.
Hay dos consideraciones más que imponen la abstención de arrojar al agua esas basuras, la una es la conveniencia de
contribuir con ellas al levantamiento del suelo de las islas, y la otra la necesidad de conservar la pureza de las aguas.
No quieran incurrir en el error de la nación que, a pesar de ser una de las más adelantadas en agricultura, ha privado
a su suelo de los elementos más necesarios al desarrollo de las plantas, arrojándolos a los ríos, donde se han
acumulado de tal modo, que inficionan las aguas y la atmósfera, hasta el grado de hacerla mortífera para los
El Tempe Argentino: 36 5
habitantes de las riberas, como sucede hoy mismo en la ciudad de Londres.
En éste como en los demás casos en que la ciencia, a una con la experiencia, han dado su fallo, es necesario que éste
sea sancionado por las prescripciones de la ley; porque, por desgracia, todavía las verdades más importantes para la
salud y el bienestar del hombre, no han penetrado en el entendimiento del pueblo, ni aquí ni en las naciones más
preciadas de su civilización y sus progresos.
EPÍLOGO
Al tratar de la geoponía del Tempe Argentino, me he propuesto aplicar los principios de la ciencia a las condiciones
del terreno, tan raras y excepcionales como proficuas, con el fin de sacar de él el mayor producto, con el ahorro
posible de tiempo, trabajo y gasto; es decir, con la mayor economía de fuerzas. Los actuales cultivadores [ pág. ]han
seguido un camino diametralmente opuesto al que yo señalo y que he practicado con fruto. Ellos no han hecho más
que seguir las prácticas generales de la labranza, juzgando que observaban los dictados de la ciencia, cuando no
hacían más que aplicar empíricamente las reglas establecidas para el cultivo de la generalidad de los terrenos, a uno
de condiciones singulares. Han labrado a fuerza de brazos una tierra que no necesitaba ser removida; han derribado y
descepado árboles que no necesitaban ser tocados, han roturado un suelo que no requería más que una simple sacha o
escarda para hacer fructificar prodigiosamente cuanto pudiese contener en su espacio; y en otras muchas operaciones
han procedido de un modo inverso al que convendría para obtener los productos mejor y más baratos.
La civilización es la economía de la fuerza, la ciencia nos da a conocer los medios más sencillos para obtener con la
menor fuerza posible el mayor efecto y utilizar los medios para obtener un máximum de fuerza. Toda manifestación
y disipación inútil de fuerza, ora en la agricultura, ora en la industria, ora en la ciencia, ora por fin en el Estado, es un
rasgo característico del estado salvaje y de la falta de civilización.
Ya que la naturaleza parece que ha querido en el delta anticiparse al hombre, preparándole un suelo pingüe hasta lo
maravilloso, conservándolo siempre mullido e incesantemente regado ¿por qué no aprovecharse de este trabajo
hecho? ¿para qué ese desperdicio de fuerzas que no conducen a mejorar las condiciones productivas del terreno? [
pág. ]¡Cuán poco tiene que hacer el hombre para ser el dichoso dueño de esta joven naturaleza que lo espera con los
brazos abiertos para inundarlo de los goces más puros y embriagarlo con sus encantos! Ella todo lo tiene allí
preparado para la cómoda y deliciosa mansión de sus amantes: boscajes deleitosos, suavísimos aromas, aguas
saludables, aire purísimo, mieles y frutas delicadas, aves y peces variados, sabrosas carnes, preciosas pieles, leña y
madera en abundancia, animales dóciles y útiles, vías cómodas, y riegos practicados por la misma naturaleza; sin
fieras que domeñar, sin especies ponzoñosas que temer, sin cenagales infectos que desecar, sin matorrales espinosos
ni troncos robustos que talar, y sin necesidad de labrar ni bonificar la tierra para hacerla producir cuanto el hombre
pueda apetecer para su regalo y su riqueza. Tales son las islas que forman