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« en: Marzo 28, 2012, 05:15:41 pm »
En aquel momento le reste importancia. La supuce otra de sus historias, de las que contaba a quien sea, reales o no. Pasaron algunos años hasta que comencé a imaginar, a entender, que tal véz yo fuera el único a quien le había contado. Que él ya advertía la vecindad de su muerte y que aquella historia se acercaba más a una confesión. El precisaba liberarse y yo había sido elegido su redentor.
No tengo datos precisos de tiempo y lugar, pero probablemente ocurrió por algun potrero de un suburbio porteño. Digamos en la decada del ´20.
El era joven, seguro, hay que ser joven para cometer ciertas travesuras, pero lo suficientemente crecido para poder conducir. Punto crucial de los hechos. Catorce años sería bastante acertado.
Siempre supe de su afición por los autos de carrera, que acostumbraba ayudar, desconozco si a cambio de algo, en la preparación de monoplazas. Se incluso que no hay oficio que le haya sido del todo ajeno. Debo reconocer mi desconocimiento de que él también probara los autos. Me costó entender que lo hiciera en cualquier avenida en véz de utilizar un autódromo.
Ya no recuerdo las palabras que usó. Solo guardo en mi memoria un momento, el del golpe, una expresión en sus ojos, su mirada que evitaba la mía, y un paisaje que tal véz haya creado yo mismo. Quizas de campo, tierra seguro y agua, barro, mucha agua, lluvia, mucha lluvia.
Me contó de un bulto o una sombra, de un golpe y de su cobardía, aunque doy fé de que no usó esta palabra. Nunca antes ni después de ese momento lo conocí cobarde.
Los chicos hacen travesuras y hasta los hombres son cobardes, y cargando sobre los hombros y en el alma el dolor de nuestras culpas hasta el lecho de muerte, nos es dificil condenar travesuras ajenas.
El, que de todo opinó y que a todos juzgó, no me habló jamás de la muerte de su amada en la flor de la vida, años después, cruzando una calle, una tarde de lluvia.